Hacía
tiempo que no se habían visto, fue un cruce casual, una de esas
casualidades que se producen en la vida de los urbanitas. Las
ciudades, aun a pesar de su propia enfermedad, la megalópolis; están
segmentadas en rutas y barrios, y sus habitantes tienen una imagen,
un mapa propio que casi siempre es personal.
Luis
se hacía estas reflexiones, mientras veía alejarse a Clara, a ella,
la conocía desde la juventud, había sido un ligue no consumado, por
más que le había insinuado pasar juntos un “finde” en la cama,
Clara nunca cedió y a pesar de ello habían tenido una camaradería
sólida. Cierto que Clara le había presentado compañeras del
partido, que sí estaban por los amores clandestinos; clandestinos
para la moral burguesa de la época, para él “un zurdo de
derechas”, y para ellas militantes en la penumbra de unas
ideologías recién autorizadas, era una forma de ejercer la
libertad, su libertad.
Decía,
que Luís la vio alejarse, sorprendido aun por la efusión de su
saludo, su cuerpo menudo pegado al suyo dando y pidiendo calor, dando
calor y pidiendo afecto...
Ella
la había susurrado al oído un “me muero” que le resultó
erótico en el más amplio sentido. Durante unos días, Luis buscó
en la memoria el que creía ser el mapa urbano de Clara, intentaba
tener otra vez un tropezón con ella, casi no recordaba de que habían
hablado, vagamente recordaba; que a su me muero, había contestado
con un afectuoso ¡Toma y yo! Es nuestro camino nacer para morir.
Pasaron
dos semanas, tal vez un mes como mucho, cuando el azar o el destino
los vino a reunir en otro bus urbano.
Esta
vez Clara volvió a pegar el cuerpo al suyo y sin mediar más palabra
se puso a darle unos besos diminutos en la boca. Él la dejó hacer,
y cuando llegaba a su parada se limitó a besarla bajo el lóbulo de
la oreja.
Clara
respondió con el abandono corporal que significaba hazme tuya. Se
miraron, Luis dijo ¿quieres? ella contestó, ven.
Bajaron
del auto-bus tres o cuatro paradas más tarde, recorrieron los cien
metros escasos que les conducían hacia un bloque de apartamentos, y
se entregaron el uno al otro, sin prisa y sin pausa con la
meticulosidad del artesano, con la unción del oficiante religioso.
Eran
las primeras horas del véspero, cuando se despidieron Luis la miró
con una pregunta que no se atrevió a formular, pero lo
suficientemente inteligible para que Clara contestase como diciendo:
Era una deuda vieja algo que sonaba a escusa, y a pesar de ello no
quiso entrar en una disección de significado.
Pasaron
días, y otra vez la casualidad o el destino vino a reunirlos, pero
esta vez la imagen de Clara era lo suficientemente explícita para no
crear equívocos. Cuando Luis vio a Clara bajo los estragos de la
quimioterapia ya no le quedó duda, la volvió a abrazar esta vez con
todo el calor humano de que fue capaz. No hubo palabras ni sexo.
revisado 13/3/16