Pero
tenía ganas de volver a ensimismarme y me costaba. Su presencia
había tenido un efecto perturbador.
Desde
la primera infancia, desde que supe leer, había adquirido esa facultad
de novelar en el ensueño. Novelar era para mi, vivir una ficción
novelesca en que mi persona se mezclaba con los personajes.
Cuantos cuentos y novelas había revivido. ¡Ah! las tardes pasadas con El Capitán Nemo a bordo del Nautilus. Surcando en globo los cielos de África junto a Tom Sawyer.
Cuantos cuentos y novelas había revivido. ¡Ah! las tardes pasadas con El Capitán Nemo a bordo del Nautilus. Surcando en globo los cielos de África junto a Tom Sawyer.
Hubo un tiempo, que mis padres preocupados, habían llegado a consultar al psicólogo escolar. Este les había dicho que era normal. -Su hijo señora, había dicho el psicólogo- tiene mucha imaginación, pero es algo normal, todos los niños hacen viajes parecidos. Pero Alfredo distingue perfectamente entre la realidad y los mundos de ilusión que se fabrica. Todos los humanos tenemos esa tendencia, esa facultad de la mente. En principio no es malo, pasada la adolescencia cambiará el solo.
Fue
una especie de pasaporte al ensueño y un aviso. Comprendí que debía
esconder mis viajes fantásticos, podía tenerlos siempre que no los
hiciese públicos. Y aprendí a tener ese mundo oculto a la vista de
los otros.
Bajé
del metro, una bocanada de aire fresco y húmedo me saludo al llegar a
la calle. La lluvia otoñal había limpiado el cielo, en los
desniveles del pavimento, quedaban pequeños charcos en los que se
reflejaba la luz de los comercios.
Esa
atmósfera, un poco de cuento, me hizo caer otra vez en el ensueño.
Me costaba poco imaginar un cielo estrellado en los brillos de las
baldosas. Sin contar que el cielo estrellado no era patrimonio de la
ciudad. Eso solo se ve en el campo donde la contaminación tan débil
como la luz ambiente permitían vislumbrar un infinito lilac
pespunteado en estrellas.
No
obstante un cierto lastre, me impedía volver a las visiones
agradables, con las que había empezado el camino hacía un par de
horas. Deseaba verla imaginaba su voz, su melena negra y rizada. Pero mucho más, deseaba volver
a ver ese brillo
malicioso que había creído descubrir en su mirada.
Anhelaba sentir cerca el calor de su cuerpo y la idea de una velada
literaria compartida, era el motor para mis piernas.
Las ganas de
verla, aunque fuese un minuto, eran como los caballos de una biga que
me llevaba vía abajo. Via Augusta abajo, por mas que La Vía Augusta,
debió discurrir en sentido paralelo a la costa y no como ahora del
Tibidabo al mar. Pero allí andaba yo a la busca de Casta Domicia
Salicia, aquella mujer capaz de recitar poesía bucólica de
Virgilio salpicada de el Cátulo mas procaz, como cuando hablaba de
Mamurra mentula.
Pero
el ensueño había sido vano, Casta Domicia no apareció en la
velada. Mi mundo patricio se vino abajo, y quedé como otra
cenicienta, en un vagón de metro rodeado de la plebe húmeda
maloliente, que con cara de fatiga volvía a sus casas.
Todas
estas cosas se desarrollaban en mi mente intentando evocar la
fantasía.
Buscando en los charcos un ensueño, evitando al
mismo tiempo las gotas en los bajos del pantalón, de ese
lodillo negro, esa moqueta de cloaca, conque las lluvias ligeras de
otoño, tapizan Barcelona.
Perdido,
sin poder enhebrar un nuevo ensueño llegué a la puerta de casa. La
costumbre de marido crápula, me hizo repasar rápidamente mi aspecto,
y entonces lo vi allí pegado a mi americana desde el codo hasta el
hombro un largo pelo negro rizado brillante inconfundible. Lo separé,
no había duda era un cabello de ella, de Casta Domicia Salicia
seguro. ¡Seguro pero como? El cabello no estaba allí antes, no
hubiese resistido la inspección severa de mi mujer, pero si ella no
había venido aquella tarde.
Y es que mi imaginación, mis ensueños,
tienen aveces el poder de generar cuerpos objetos cosas... en fin
cosas de meigas.
Darío