lunes, 6 de marzo de 2017

El Sabio Meditador.



Cuentan; que hubo un sabio, que se creó para si un eremitorio, para dedicarse en el a la meditación profunda.

Había días, que se sentía como aquel moscardón que describe Pessoa.

En mi camino hacia la luz me golpeaba una y otra vez, y otra con un cristal transparente. Con una realidad que permanecía oculta a mi razón a mis sentidos.

Otras veces en cambio, su vagar le recordaba más el robot de aquél cuento de Asimov. Ya no recordaba bien la historia, pero puesto ante un dilema que afectaba su existencia, el androide no hacia otra cosa que orbitar y orbitar en torno al problema. La curva, más o menos cerrada y plana, era la resultante de una pulsión que le exigía la retirada -probablemente basada en un instinto atávico- y la de conservación. La atracción impregnada de tanatofilia, que le impulsaba a pertenecer a ella, a ser pasto de la anulación, y el deseo de huir.

Cuando en la tranquilidad de su alcoba pensaba en estas representaciones, se identificaba mejor con el moscardón y el cristal. Llegaba a pensar que era una realidad mágica, maléfica, aquella que solidificaba el aire en su camino.
Él chocaba una y otra vez contra un vidrio que deberían haber construido a prueba de bala.
Vidrio que alguien el destino, o el hado interponía siempre en su camino.

Se sentía lanzado en un picado suicida hacia su meta, y de pronto sin saber como se escuchaba dentro de su cabeza el sordo golpe contra aquel baluarte; que las convenciones, su clase social, o simplemente en azar, ponían una y otra vez en su destino.

La otra opción le traía evocaciones de fatiga, no era él era su órbita, un día pensaba, dejaré de rechazar mi subconsciente. Perderé el repelús que la gnosis me produce y mi mente caerá libremente en el seno del saber.
Pero enseguida la asaltaba la duda, ¿y si un día? El saber, ese dios achacoso y anciano, el cual se suponía habitaba en el centro desaparecía.
¡Ah! Entonces, entonces sería proyectado con toda la fuerza hacia las remotas y oscuras zonas de la ignorancia.
¡Qué horror salir cómo piedra de una honda! Cómo el martillo de un lanzador olímpico, centrífugo sin destino conocido, destinado a estamparse en la nada oscura del más allá.
Así pasó sus últimos años. Muerto en el dilema lo encontró el diablo. El maligno orilló su cadáver, abrió la puerta para ventilar la sala, se dirigió al lo que el meditador consideraba ventana, lo descolgó de la pared, y le dio la vuelta. La ventana en las que tantas veces se había estrellado el meditador era solo un espejo.
La luz, la iluminación perseguida con denuedo hasta la muerte, era solo el reflejo en un espejo. Entre la luz y él; entre la sabiduría y  él, nunca se interpuso nada.


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