Yo
sabía que en ella anidaba un conflicto no resuelto. Lo sabía o lo
debería haber sabido por mis estudios. Pero lo cierto era que estaba
convencido de ello por experiencia.
La
experiencia es eso que nos hace ir un poco por delante de los
acontecimientos. Vamos un poco por delante porque ya hemos visitado
parecidos paisajes.
Evocaba
nuestras citas nocturnas en el parque, y puestos a imaginar siempre
era igual.
Ella,
se subía al columpio de pie, una mano en cada cadena. La cabeza casi
rozando el cigoñal y comenzaba un balanceo hacia delante y hacia
atrás encogiendo y estirando sus piernas.
Los
goznes rechinaban y el movimiento pendular era acompañado de un
rechinar, de una escala de violín desafinada.
Sus
pies dejaban sobre el asiento una mancha de lodo, alguna hoja muerta.
Pero a mi, aun hoy, el recuerdo lo evoca el canturreo del hierro y
las cadenas.
Tardé
mucho a entenderlo, en entender lo que la imagen evocada me decía.
Ella estaba presa sin salida en un vaivén dubitativo eterno.
Viajaba
incesante de adelante hacia atrás y regresaba con el mismo periodo
de atrás hacia adelante. Era un vaivén de Sísifo llevando en cada
viaje pendular el peso de su historia. Su duelo. El péndulo que
hacia atrás, parece tomar fuerza de lo mismo que segundos después
lo frena.
El
parque del columpio, umbrío a cualquier hora, ganaba por la noche
los silencios, la urbe más lejana, apagada. Algún bullir de alas y
hasta la niebla que como un sudario húmedo y pegajoso describía la
historia.
Un
din dan eterno con aquello que irresuelto, añadía con cada balanceo
peso a lo irresoluto. Peso al peso.
Quedó
en mi memoria el columpio, el ñic ñac ñic ñac eterno, su dulce
sombra de perfiles agrios y tal vez solo tal vez un verso. Y tal vez
solo tal vez un beso.