Comenzado
bajo la quiosco del parque, que hoy tiene aromas de huerto de
convento, de retiro. Frías gotas de una lluvia mansa crepitan en las
hojas secas. Basta cerrar los ojos, oler la tierra húmeda para
ensoñarse lejos. Lejos de si y de la nada.
Creerse
huertano en la almunia paterna, bañada de promesas de luz
mediterránea.
Ella
está impasible frente al aire frío, que en cortas rachas, juega con
su fular y al que un breve hálito de borrasca, hace tremolar sobre
la cara; roza la boca, como si pidiera silencio, como velando su boca
del primer roce de un labio amigo.
Como
un beso de la nada remoto, inexpresivo, vacío, sin gana.
Antonio
piensa que es ella, tal como la soñó, como siempre la quiso y
comienza a escribir en su mente un romance en tempo de adagio,
melancólico y lento, como aquella obra propia, que Giazotto atribuyó
a Albinoni. Recuerda cuantas horas en el conservatorio machacó sus
dedos sobre el violín, buscando la perfección y ese baile discreto
de las yemas de sus dedos sobre la tastiera. Evocando en el el
violín un cuerpo de hembra, el cuerpo de ella.
Romance
de otoño. Unos ojos que se buscan pero no se mantienen la mirada,
unas manos que quieren abrazar y solo atrapan nada. Un volumen de
cuerpos, las manos que esculpen los contornos en la nada y una voz
queda susurrada...
La
asistente -cómplice voluntaria- ha dejado sus sillas muy juntas con
las ruedas casi rozando. Y bajo la manta, que cubre su piernas
paradas, Antonio siente en el bajo vientre un fuego que le quema el
alma.
El
golpeteo del agua en las hojas vuelve. El rumor del aire peinando la
hojarasca... Es tarde, tal vez demasiado. Antonio impulsa su silla
por la pequeña rampa y vuelve a la casa. Carmen queda allí bella
inerte, con la mirada fija, quizás enamorada esperando la mano que la
lleve a casa que empuje su silla.
Mira
sus ojos, ¿No ves un brillo nuevo? Una emoción lejana... di que si
Carmen está también enamorada.
Darío
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