Era un día azul como pocos
recordaban ese invierno, las nubes parecían haberse retirado al desierto.
El desierto, no era en este caso
una planicie de arena, donde el sol
golpeaba inclemente, sin agua sin vegetación sin vida. En este lugar el
desierto era vericueto, alta cumbre, áspera majada de afiladas sierras, donde los
picos de acerados hielos hacían trasquilones a un rebaño de nubes, que el
viento arrumbaba una y otra vez contra la quebrada. Alguna vez el rebaño
comprimido, preso, balaba con murmullo de amenazadores truenos.
El paso alpino, andino, era
atravesado por una vía empedrada que poco mejoraba las romanas.
Más de diez siglos y aquí los
hayedos, los robles y los pinos no habían cedido un paso. Morían en el canchal tan inhóspito y frio, que
ni siquiera las águilas y buitres hacían allí nido.
Un paisaje atroz donde los haya,
desfiladero perdido y una senda que zigzaguea en la pared de roca avenida de
cabras, paseo de lagartos en el estío. Por allí pasaba Juan con una silla de
enea atada a su espalda el pequeño alijo desde Francia. Subía frutas pasas,
higos orejones volvía con esquilas y esquilones alguna azadilla que allí llaman
jadico. Con eso los diez reales mal contaos fruto del matute, una gleba de
parva y una o dos corderas y tres cabras pasaba su pasar Juan de casa espada.
Cuando lo conocí ya "no pasaba" era
muy mayor. Vestía aun calzón y zaragüelles. Calzaba abarcas. Camisa de lino,
chaleco con trinchas moquero en la faja blusón y pellico de lana "pa cuando el
cierzo canta,"
Recuerdo haberlo visto sentado en
el bar del Blasico, con un vaso de auguardién de ese que le subían de Colungo, con la mirada
perdida en la sierra. Le oí musitar me llama, me llama.
Fue la última vez, se murió de pie
a la puerta de casa, con los ojos puestos en la sierra, -le llamaba-
Era un día azul como pocos
recordaban ese invierno, las nubes parecían haberse retirado al desierto y bajo
ese azul lo llevaron a reunirse con la tierra. Su tierra.