He
pasado por los pueblos, fríos, desiertos, somontanos.
No
hay gentes, ahora el coche y el asfalto en una una tierra de olivo y
cereal deja que sus siervos moren lejos.
La
máquina libera del sudor y la yugada. El petroleo; gasolina y
asfalto, permiten residir a lo que ha poco eran leguas de distancia.
Las
iglesias están cerradas, en la calle mora el viento. Hay algún perro
solitario, solo...
Las
granjas administran ellas solas pienso y temperatura, y el ganadero
cada día menos pastor y más operario maneja botones, inicia
programas; lee tablas de crecimiento peso pienso día. Docenas de
huevos por semana.
La
tierra, la gleba ya no es ama. Nadie se levanta al galicinio, no lo
hay, los gayos ya no tienen faena, no pican en la parva, no hay
parvas ni parvadas. Ni siquiera quedan conventos maitines y laudes
aquel salmo LXII que así decía:
Oh
Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi
alma está sedienta de ti;
mi
carne tiene ansia de ti,
como
tierra reseca, agostada, sin agua.
A
la campana la tañe el cierzo, y la tierra agostada, recibe el
parsimonioso riego, tacaño y justo suministrado por un llamado
“machine deliver” ideado en California y nacido en China. China,
aquí hace mil años había un fraile que iluminaba bestiarios con
monstruosos seres que creía nacidos en El Mar de China, como
explicarle a aquel Virila, que aquel monstruo no sería blando y con
escamas será una cajita de menos de un palmo que mataría al caz y
las tajaderas. Ya no hay rumores humanos, cantos de coro rumores de
acequia.
Queda
si el viejo horno, cerámica y adobe, que asó corderos coció panes
y fue rey en las fiestas, un viejo horno, callejero con su boca
percanta, y su vientre de leña.
Queda
un viejo horno y en la calle vacía estoy yo, mi mujer, el perro, y
el gallo solo en la veleta que recuerda las negaciones de mi tierra.
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