Un día de otoño. El atardecer vestía de rojo. El crepúsculo teñía en rosas las piedras de la iglesia.
Junto a ella hierático y altivo, un indigente de hirsuta barba de color panocha. Ralo y escaso cabello. Ataviado con una prenda entre gabán y guardapolvo que recordaba el atavío de aquellos primeros conductores de automóvil de gorra de visera y anteojos.
La campana quejumbrosa, comenzó a desgranar el toque del rosario. Poco a poco, por las cuatro callejas que dan a la plaza, distintos grupos de beatas fueron haciendo su aparición y entrando en el templo.
Las que entraban por la derecha según se mira a la fachada, tenían que pasar por delante del menesteroso. Alguna aun joven, no pudo reprimir un movimiento entre extrañeza y asco.
María mayor algo sorda y despistada pasó sin inmutarse por delante del pobre casi expectro. Ya en el atrio Pascuala viuda como ella le pregunto:
¿Pa que pide?
María sin inmutarse dijo:
Pa melecinas lleva un cajeta de cartón que pone Cialis y pide pa un polvo.