jueves, 14 de noviembre de 2013

El Caballero de Las Botas Azules (Rosalía de Castro)

En cambio, llenan otros páginas y páginas de no sabemos qué insustancial clasicismo, indigno de corazones poetas y que pudiera decirse inspirado por una momia egipcia: mas es lo cierto que unos y otros pretenden sin pudor ocupar los primeros puestos, reservados a los genios inmortales: ¡Irritante iniquidad, contra la cual es preciso que se proteste con energía! Hablo de este modo, señora, porque me ha indignado la reciente lectura de una novela desconocida que lleva por epígrafe: El caballero de las botas azules. En ella, una gracia bellaca, como diría Cervantes, unas pretensiones que se pierden en lo infinito, una audacia inconcebible y un pensamiento, si es que alguno encierra, que nadie acierta a adivinar, se hermanan lastimosamente con una falta absoluta de ingenio; he leído la mitad, y no puedo saber todavía en qué capítulo empieza, puesto que es en todos a la vez.

-¡Singular ocurrencia! Sin duda el autor habrá juzgado más cómodo no acabar nunca, método que no dejarán de seguir algunos.

-Leeré esa novela, y con su crítica divertiré a mis lectores ávidos siempre de cosas nuevas -dijo Pelasgo.

-No admite crítica -replicó el orador-. Sólo puede decirse de tal novedad que le falta todo para serlo. Argumento, pensamiento, moral..., en fin es una simple monstruosidad, lo peor entre lo peor.

-Sólo por ser tan mala la leeré -añadió otro-; casi la prefiero a muchas otras que no salen nunca de su pasito clásico... ¿y Las Tinieblas le echó su andanada?

-Ayer decía de ella entre otras cosas. «Érase una novela titulada El caballero de las botas azules, éranse unas botas azules en los pies de un caballero, érase un caballero que no se sabe lo que era». ¡Oh, qué espíritu burlón debe animar a quien discurrió todo eso, cuando no vaciló en ridiculizar su propio ingenio con tan mala caricatura!

-Está bien, ya que lo merece. ¿Y qué más dice?

-Se ocupa con preferencia del nuevo libro anunciado por el ciego que llamó hoy la atención de Madrid con su rostro de mármol, sus salmodias y su Moravo, que antes de irse al otro mundo les dijo a sus compatriotas no sé qué profecías sobre el que después de su muerte había de publicar el libro de los libros, y ponerle el cascabel al gato. Y añaden Las Tinieblas que el ciego, el Moravo y el duque de la Gloria, son una cosa muy semejante al laberinto de Creta.

-Y tiene razón, pues si Madrid tuviese una sola cabeza ya se la hubieran vuelto loca.

-Háblase de semejante libro desde que ese señor duque apareció en el palenque de las notabilidades del siglo, como campeón invencible. El buen caballero hace, deshace, rompe cuando quiere con las costumbres sociales, se burla descaradamente de ellas, habla a las mujeres como un sultán a sus concubinas y a los hombres como si tuviese el poder de vencerlos con su sola palabra.

-¡Mentira! -dijeron algunos a una voz-; ninguno ha logrado todavía tener con él una pequeña conversación, no da audiencias a nadie, absolutamente a nadie.

-Es íntimo amigo del de la Albuérniga.

-O su enemigo, pues, según cuentan no le deja reposar tranquilo, y el apacible señor se halla con esto fuera de sí... ya es otro hombre.

-En efecto, aseguran que el duque de la Gloria maneja al rico sibarita como se le antoja.

-A no verlo, no lo creyera; pero ese duque es un verdadero duende puesto que no hay medio de descubrir el misterio que le rodea. Grandes diplomáticos y personajes de diversas naciones, celosos de su popularidad, que amenaza hacerse universal como su gloria, han ofrecido ya cantidades fabulosas al que haga unas botas y una corbata como las suyas. Mas ninguno se atreve: todos confiesan su impotencia para el caso.

-Entre esos personajes se cuenta un lord inglés y un cercano pariente del emperador de las Rusias.

-Ítem más, un título francés que dará al contado cincuenta mil francos al que consiga hacerse editor y saber antes de su publicación lo que contiene el gran libro que va a publicar el duque; pues no es otro, señores, el que el Moravo anuncia en su profecía.

-Negocio no despreciable -dijo uno.

-Renuncio al premio y a la gloria de adquirirlo -repuso con cándida indiferencia cierto editor descontentadizo.

-Tampoco aspiro a tamaña honra -repuso otro sonriendo irónicamente.

-Ni yo -añadió un tercero-, temería que esa fabulosa fortuna, a imitación de las que, según dicen, proporciona el diablo, desapareciese de entre mis manos al tocarla.

-¿Cuál será entonces el que se digne recoger la piña de oro que tantos desprecian?

lunes, 11 de noviembre de 2013

Es tan cierto que casi da miedo



Sonó el silbo, un escape del vapor de la caldera, una nubecilla que vino a deshacerse frente al gran farol de la locomotora. Volvió a sonar  con fuerza y esta vez acompañado de un ronchar de cadenas y enganches como el chasquido que producen los nudillos cuando se fuerzan las articulaciones.

El humo parecía preceder al tren, y el vapor de la caldera, que escapaba de los pistones daba a la imagen algo de la neblina de los sueños. Volvió a sonar el silbo. Esta vez con un claro tirón. Los vagones, como vertebras de un animal fabuloso que se despereza, recuperaron la distancia en sus enganches. Subí la escalerilla y me quedé en pie en el balconcillo del último vagón, levanté mi mano en un gesto de adiós. El convoy gemía y el humo de la chimenea pasando sobre mi cabeza, me confirmo que estábamos en marcha.

Mucho tiempo conservé esa imagen en mi mente, el humo quedaba atrás como la parte de mi vida que acababa. En el andén, quedaba borrosa la figura de Clara. El humo del tren las ideas viejas, Clara saludando en un adiós perpetuo. Sin resquicio de vuelta sin esperanza. El viejo caserón la estación internacional era sin nostalgia lejos.

Han pasado treinta años, tal vez más, desde aquel adiós. Paseo por el andén, ya no hay humo tampoco trenes. El edificio languidece, se desmorona poco a poco, las hierbas crecen entre las vías.  La ausencia de los guardagujas se hace notoria. En las barras de los cambios, faltan las cadenas que aseguraban su inmovilidad. Algún mangante se llevó dos o tres contrapesos de las palancas. Faltan los faroles de señales. No sé porque, los imagino adornado alguna bar de esos modernos

Clara no está, salió unos meses más tarde que yo y en dirección contraria. Fue hacia el oeste hacia el mar bravío. Por un tiempo me llegaron sus cartas, estaba con Manuel allá al otro lado de la tierra.  A diez y ocho horas de tren. Entonces era el más allá, viajar en un ferrocarril de la época era una triple lección de geografía, física, se veían los montes y los ríos que antes fueron manchas en el mapa. Se palpaba la economía, cereal viñedo industria. Se oían hablares se conocía gente. Yo crucé varias veces la península, de norte a sur, de este a oeste. No había mejor experiencia, que un expreso de hace tres o cuatro decenios. Paraba aquí, allá en un trasiego continuo de gentes, un cambio de peculiaridades de idiosincrasias.

A mí me gustaba ir a mis trabajos en tren y en tren de cercanías, si estabas atento se aprendía mucho. Llegabas al destino transfigurado, por lo menos con aires de oriundo y casi asimilando el deje y acento local. Eso era mi punto fuerte en mi trabajo. Para vender y más lo que yo vendía hace falta convencer. No se puede convencer a quien no se conoce.

Hoy domina el avión y el tren de alta velocidad, los trenes ahora unen ciudades, separan pueblos.
Es la globalización pero eso ya termina. La globalización es un fenómeno posindustrial primero la industria produjo miles miríadas de productos. Eso llevó a un marketing uniforme. Primer paso de la globalización. Después una vuelta de tuerca más y la industria vino a producir a nuestra casa. Consumíamos lo de allí con coloratura hispana. Por ejemplo vestíamos vaqueros y camisas Mao. Ninguno de las dos prendas era indígena pero. Supongo que hubo iberos que vistieron la toga y calzaron cáligas.

Con los vaqueros murió el campesino, murió la autarquía. Murieron jadas y jadicos y la tierra roturada era obra del tractor. Murió la cultura rural, ya no se hacen los dulces caseros ni se hace conserva ni se mata en casa y todo ese saber quedó obsoleto escondido. Ahora era el momento de saber de ofertas, de precocinados y congelados.

Se vivía de otra manera si, antes era el gallo quien marcaba el alba, el principio del trabajo diario. Eso cambió por los toques de sirena, que macaban los turnos en la fábrica. Y perdimos la identidad. Alcanzamos nuevas ocupaciones, nuevos títulos, aparecieron los RRPP especializados en realización de eventos. Disolvimos al hombre, en funciones especializadas en eventos y creo que se nos olvidó vivir. La era industrial, el hombre pieza el individuo engranaje, normalizado pulido idéntico a otro. También produjimos la sobre medicación. Antes en el campo los labriegos hacían correr la bota el porrón. Ahora tenemos la sociedad de Prozac para todos, anti-colesterol por grifo, felicidad en vena. El soma, el mundo feliz de Huxley. El estado del bienestar fruto del bienestar en el estado.

Vuelvo a la vieja -gare le chemin de fer- camino de hierro, paralelas de acero que dejaron de unir para solo se conducto. Vuelvo al punto de partida la sociedad industrial se muere, ella no lo sabe. Se muere, ha sido suficiente una crisis la última para poner en jaque la industria la banca, el gran almacén, la gran empresa, tienen que cerrar, no lo saben pero están muertas su tiempo pasó son pretérito siempre imperfecto. Lo que llaman globalización la aldea global es dudoso que exista.
Hoy nos aproxima el tren informático. No hay estaciones intermedias, además las rutas de enlace no son siempre las mismas. Internet es una comunicación persona a persona. Conocimiento con conocimiento. Vamos de un domicilio de ideas a otro como dicen los anglosajones de un think tank -tanque de pensamiento- o tanque de ideas a otro. Pero puede ser o no ser un grupo, ser o no ser un lobby. En realidad es una comunicación entre mónadas. Una noosfera, Si Leibniz o Teilhard de Chardin levantaran cabeza. El reflujo social nos lleva al terreno soñado, aquel mismo que el industrialismo negó.

Cada día somos más los que estamos fuera. Fuera del rito social fuera de la iglesia donde ofician políticos sin vergüenza. Y haremos un mundo nuevo, el saber está en la red, ahora no se mueven hombres, se desplaza el conocimiento. Volvemos a una nueva edad de piedra, visitamos con soltura las cuevas de otra tribus. Conocemos sus técnicas sus pensamientos.

Aquí está aquí como hacer el yogur el mazapán el queso. Pronto haré Jijona, puede que termine apañando mi ropa, haciéndome las alborgas, no puedo procrastinar más el hecho. Muere la industria y nace un mundo nuevo.               

sábado, 9 de noviembre de 2013

El Heredero

El abuelo hacia tres días que faltaba, poco a poco nos hacíamos a su ausencia.
Cuando volvimos del cementerio, mi madre cerró a cal y canto la puerta de su despacho. Era un no querer ver, un condenar sus cosas, el recuerdo.
Esas rarezas eran muy propias de mi madre, cuando murió el otro abuelo, es decir su padre, mantuvo cerradas más de un año y en connivencia con su madre las habitaciones que había usado el yayo Joaquín.
Cuando se me permitió entrar, -yo era un niño-, aun encontré en la mesa de noche, unos cuantos cigarros mata-quintos, también llamados perreros o toscanos.
A las mujeres les molestaba que mi yayo Joaquín fumase. El decía que con ese olor en el cajón era suficiente para mantener el mueble limpio de carcoma. Y el humo decía que obraba milagros como antiparasitario. Si lo quemabas en un  brasero, allá en la buhardilla, donde se guardaban los ajos cebollas y tomates de colgar, tenía la convicción de que nunca se pudrían. Aunque a mí me daba, que con esa escusa se fumaba algún petardo de suyos, de los que él se liaba, que no necesitaban otra yerba para colocar. La última, vez que estuve en la casa del pueblo, aun había restos de ellos en el cajón de su mesilla.
Pero bueno esto último pasó hace más de veinticinco años. Y lo que me preocupaba era ahora "la herencia" del yayo Antonio.
Yo era su nieto favorito, muchas veces me había dicho que eran para mí sus libros y el contenido de un armario en que guardaba sus cosas.
Yo sabía que entre esas cosas, estaba su colección de moscas, de cebos mosca para pescar.
También alguna vieja caña de bambú y los carretes con sedal.
Yo apreciaba las moscas, porque soy como él pescador. O mejor dicho lo soy gracias a su paciencia.
Las moscas se las fabricaba el mismo. Usaba una especie de berbiquí con engranajes, ponía en la mordaza un anzuelo, bobinaba una fina capa de hilo de nailon. Elegía cuidadosamente unas plumas de pollo, con colores vivos casi tornasolados y terminaba de envolver el engaño de manera; que imitaba a la perfección un insecto de los que eran comunes en la rivera. Irresistible para una trucha o un salmón.
Esta vez no iba a dejar que me cerrasen su cuarto, de eso me encargaba yo.
Yo, el legítimo heredero de la fortuna, un tesoro en aparejos de pesca.
Me lancé con fruición sobre el armario, allí estaba el arsenal. Por un momento contemplé enmudecido las plumas de colores; faisán, urogallo, gallo berciano, capón de Vilalba, pintada...
El sedal de todos los grosores y una panoplia de arponcillos de una dos y hasta tres muertes.
Estaba absorto en ello cuando llamó mi atención una caja de madera noble, no muy grande no más de una cuarta cuadrada y un jeme de grosor. Vista en detalle se apreciaba una fina línea un poco por debajo de la parte superior que hacía sospechar en una tapa. Una observación detallada no me hizo apreciar ningún tipo de charnela o bisagra. Tampoco se apreciaba ningún tipo de mecanismo de cierre, pestillo cerraja o golpe y sin embargo algo impedía separar la tapa. Porque era evidente la parte superior de la caja era una tapa.
Pasé un rato intentando averiguar su secreto, pero al final me distrajo el voluptuoso legado de plumas y cebos.
Tuve que irme, durante la semana la imagen de la caja volvió varias veces a mi memoria. ¡Como podía ser qué no la hubiese, visto antes! ¡Como mi abuelo nunca me habló de ella! dos semanas después me hallaba yo de nuevo en el despacho taller del abuelo Antonio. Sentado frente a la caja misterio. Esta vez, la exploré a conciencia, era seguro que la parte superior era una tapa. Si mirabas con atención, en la parte de atrás se percibía claramente un engrosamiento de la comisura, lo que hablaba a las claras de su función de tapa.
Palpé y tenté toda su superficie pero era inútil. Me entretuve observando la tapa, era un bonito trabajo de taracea, primero a unos dos centímetros del borde aparecía incrustado un marco de madera clara, dentro de él artesano había dibujado una adorno vegetal, plagado de volutas y postas.
En el centro, aparecía algo semblante a un escudo de armas, liso sin cuarteles y con apariencia de nácar. No sería más grande que la yema de mi dedo anular, y al pasar una  otra vez mis dedo corazón sobre ella, -con la misma atención conque leería una cecografía - me pareció apreciar un cierto desnivel en relación con las incrustaciones fronterizas.
Pegué mi dedo índice sobre ella le intenté imprimir un movimiento de vaivén. Si, había un, casi imperceptible movimiento lateral, probé a presionar aumentando la fuerza poco a poco y entonces si un chasquido seco y la tapa se separó de la base, se apreciaba un bastidor de palo rosa perfectamente ajustado al interior y que debía ser parte del mecanismo de cierre.
La miré con detalle, sin conseguir averiguar como funcionaba el mecanismo, entonces con cuidado retiré una pequeña almohadilla de seda y miré dentro.
Allí estaba, una saboneta de oro con su leontina, me quedé parado, nunca nadie me había hablado de ese reloj. No recordaba yo haberlo visto y sin embargo, la leontina si la había visto alguna vez en las fotos de mi abuelo. Se apreciaba en su retrato de bodas, entre el botón y el bolsillo del chaleco. Era obvio que al final de ella colgaba un reloj, el reloj del misterio.
Lo tomé en su tapa aparecían su iniciales A Z (Antonio Zárate) y más abajo un zarcillo parecía dibujar unas letras t f v u. No me decían nada, abrí la tapa pero no había saetas ni esfera. Solo un muelle de reloj enrollado sobre si en una espiral eterna. Más tarde mucho mas tarde supe que A Z eran eso letras la primera y la última. La otras cuatro las iniciales de una frase latina Tempus fugit, velut umbra. El tiempo huye como las sombras, pero para cuando lo aprendí yo ya estaba preso de la espiral del reloj, ya era pasto del tiempo caído entre sus engranajes. Ese había sido mi cebo.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Heliodoro Pacheco. (In memoriam)




Hoy debería ir a la pelu.

Tal vez Llongueras. Pero no, mejor no, aun me siento en forma y tengo pelo suficiente como para pagarme piropos.

Iré a la pelu del barrio, ahora ya puedo ir sin tapujos, antes me daba reparo.
Pero Heliodoro el peluquero ya se ha jubilado del todo. Es decir traspasó el negocio, se jubiló, y luego se fue a cobrar el finiquito con la vida.

Eran tres amigos en el funeral y yo. Yo no era amigo de Heli faltaría más.

Creo que aun me recordaba, todo empezó una tarde de otoño cuando el jefe me llamó a su despacho.

Junto a él había una rubia con pintas de salazón. Carnes amojamadas y ojos llorosos.

Fernández me dijo: Esta señora se está separando, cree que su marido le es infiel. Haga usted el favor de acompañarla, le llevará a un bar en el que tiene una cita con su marido. Ella entrará usted deja pasar unos minutos, entra y verá que está con su compañero. Cuando se despidan usted debe seguirlo y averiguar a donde va y si es posible si tiene alguna otra cita.

La señora piensa que marido tiene una aventura con otro hombre, es decir que es gay.

Puse mí mejor cara, intenté imitar la pose de Humphrey Bogart  en papel de Philip Marlowe.

Si jefe contesté, me pasó un sobre con 1200 pesetas.

Salimos de la oficina en silencio, la mojama caminaba con pasos cortos y rápidos. Tres bocacalles más allá del despacho giró a la derecha  sin decir nada.

Nos sumergimos en un barrio donde abundaban los PUB y otros locales similares.

Llegamos a uno con un cartel descolorido, anunciaba Irish Pub. Penetró en el antro, yo encendí un cigarrillo y lo apuré antes de acceder al local.

Era un tugurio tristón, con mesas de madera, adornado con picheles y bocks de dudosa originalidad.

Había un humo denso y un cierto tufo a garito poco ventilado. El agrio de la cerveza y el acre del sudor humano y el humo, creaban una atmosfera densa, casi se podía esculpir en ella.

Me acodé en la barra, encendí el segundo pitillo, maquinalmente acaricie el sobre con las mil doscientas pesetas. Pensé; bueno son mías, me tomaré un güisqui, un güisqui irlandés por supuesto.

La rubia estaba sentada en una de la mesas de el fondo, acompañada por un tío con cara de pocos amigos, barba muy cerrada. Ella gesticulaba al hablar el parecía de piedra.

Permanecieron así un par de güisquis. El primero por instinto me lo tomé pausadamente, el segundo algo más rápido, no era cosa de tener que apurar de un trago el vaso porque el objetivo se iba. En un momento tuve la impresión de que hablaba de mi.

Imaginé que lo amenazaba con hacerlo seguir.Juraría que el sujeto me miró desafiante.

Pero como... después pensé que era obvio, en un PUB donde todos se conocen, un tío nuevo y tomado güisqui en la barra, tenía que ser un huele braguetas, fijo.

La reunión de la pareja parecía terminar, ella hizo un ademán de levantarse, se volvió a sentar, yo aproveché para pedir el tercer güisqui, lo pagué en el momento en que me lo servían, como es tradición.

La seca dio señales de irse. Me terminé el vaso de un solo trago.

Ella salió, el me miró de soslayo, no habrían pasado ni diez minutos desde que salió la clienta cuando se levantó, se puso una trinchera con amplias solapas, paso junto a mi para tomar la puerta que estaba justo detrás mío. Conté mentalmente hasta veinte y salí tras él.

Caminaba despacio por las estrechas callejas, las aceras tenían ese lodillo urbano mezcla de aceite de coche y detritus de ciudad.

Caminó por delante una buena media hora, parecía no tener un rumbo fijo. No se volvió ni una sola vez.

La calleja daba a una gran avenida, giró despacio a la derecha, hizo ademán de volver sobre sus pasos. Mierda quiere quemarme, me dije, me metí en un portal.

No creo que me viera, como mucho mi figura borrosa en la penumbra.

Cambió de idea, tomó por la avenida a paso rápido. Tuve que correr, lo vi, entraba en el suburbano, uf había peligro de perderlo, me precipité escaleras abajo, no estaba. bajé al andén tampoco. Salí por la otra bocamina, nada, se había esfumado.

Metí la mano en el bolsillo, aun me quedaban setecientas pelas. ¡Bah! me voy a la timba de Klaus, a jugar un póker.

Al día siguiente, confesé haber perdido el rastro, el jefe ni se inmutó.

Solo dijo: Vale caso cerrado, la cliente solo tenía esos trescientos duros.

Con el tiempo lo olvidé. Hasta que un día, cuando yo ya no era ni Bogart  ni Philip Marlowe, buscando una peluquería cerca de mi nueva residencia lo encontré.

 Era Heliodoro Pacheco el barbero de la calle, aquel que yo seguí una noche.

Nunca fui su cliente, que se llamaba Heliodoro lo averigüe en el café de cerca de su barbería.

Me producía cierta angustia poner mi cuello bajo su navaja.

Cuando traspasó el negocio si me hice asiduo. Josemi el nuevo dueño era un gay dicharachero y legal. Helidoro se murió, me dio el esquinazo definitivo.

Sospecho que Josemi era su pareja, pero nunca me he atrevido a preguntar.

Total para que, hace de eso tanto tiempo.
(cualquier parecido con personas vivas o fallecidas es casual esto es pura imaginación)