Cuando volvimos del cementerio, mi madre cerró a cal y canto la puerta de su despacho. Era un no querer ver, un condenar sus cosas, el recuerdo.
Esas rarezas eran muy propias de mi madre, cuando murió el otro abuelo, es decir su padre, mantuvo cerradas más de un año y en connivencia con su madre las habitaciones que había usado el yayo Joaquín.
Cuando se me permitió entrar, -yo era un niño-, aun encontré en la mesa de noche, unos cuantos cigarros mata-quintos, también llamados perreros o toscanos.
A las mujeres les molestaba que mi yayo Joaquín fumase. El decía que con ese olor en el cajón era suficiente para mantener el mueble limpio de carcoma. Y el humo decía que obraba milagros como antiparasitario. Si lo quemabas en un brasero, allá en la buhardilla, donde se guardaban los ajos cebollas y tomates de colgar, tenía la convicción de que nunca se pudrían. Aunque a mí me daba, que con esa escusa se fumaba algún petardo de suyos, de los que él se liaba, que no necesitaban otra yerba para colocar. La última, vez que estuve en la casa del pueblo, aun había restos de ellos en el cajón de su mesilla.
Pero bueno esto último pasó hace más de veinticinco años. Y lo que me preocupaba era ahora "la herencia" del yayo Antonio.
Yo era su nieto favorito, muchas veces me había dicho que eran para mí sus libros y el contenido de un armario en que guardaba sus cosas.
Yo sabía que entre esas cosas, estaba su colección de moscas, de cebos mosca para pescar.
También alguna vieja caña de bambú y los carretes con sedal.
Yo apreciaba las moscas, porque soy como él pescador. O mejor dicho lo soy gracias a su paciencia.
Las moscas se las fabricaba el mismo. Usaba una especie de berbiquí con engranajes, ponía en la mordaza un anzuelo, bobinaba una fina capa de hilo de nailon. Elegía cuidadosamente unas plumas de pollo, con colores vivos casi tornasolados y terminaba de envolver el engaño de manera; que imitaba a la perfección un insecto de los que eran comunes en la rivera. Irresistible para una trucha o un salmón.
Esta vez no iba a dejar que me cerrasen su cuarto, de eso me encargaba yo.
Yo, el legítimo heredero de la fortuna, un tesoro en aparejos de pesca.
Me lancé con fruición sobre el armario, allí estaba el arsenal. Por un momento contemplé enmudecido las plumas de colores; faisán, urogallo, gallo berciano, capón de Vilalba, pintada...
El sedal de todos los grosores y una panoplia de arponcillos de una dos y hasta tres muertes.
Estaba absorto en ello cuando llamó mi atención una caja de madera noble, no muy grande no más de una cuarta cuadrada y un jeme de grosor. Vista en detalle se apreciaba una fina línea un poco por debajo de la parte superior que hacía sospechar en una tapa. Una observación detallada no me hizo apreciar ningún tipo de charnela o bisagra. Tampoco se apreciaba ningún tipo de mecanismo de cierre, pestillo cerraja o golpe y sin embargo algo impedía separar la tapa. Porque era evidente la parte superior de la caja era una tapa.
Pasé un rato intentando averiguar su secreto, pero al final me distrajo el voluptuoso legado de plumas y cebos.
Tuve que irme, durante la semana la imagen de la caja volvió varias veces a mi memoria. ¡Como podía ser qué no la hubiese, visto antes! ¡Como mi abuelo nunca me habló de ella! dos semanas después me hallaba yo de nuevo en el despacho taller del abuelo Antonio. Sentado frente a la caja misterio. Esta vez, la exploré a conciencia, era seguro que la parte superior era una tapa. Si mirabas con atención, en la parte de atrás se percibía claramente un engrosamiento de la comisura, lo que hablaba a las claras de su función de tapa.
Palpé y tenté toda su superficie pero era inútil. Me entretuve observando la tapa, era un bonito trabajo de taracea, primero a unos dos centímetros del borde aparecía incrustado un marco de madera clara, dentro de él artesano había dibujado una adorno vegetal, plagado de volutas y postas.
En el centro, aparecía algo semblante a un escudo de armas, liso sin cuarteles y con apariencia de nácar. No sería más grande que la yema de mi dedo anular, y al pasar una otra vez mis dedo corazón sobre ella, -con la misma atención conque leería una cecografía - me pareció apreciar un cierto desnivel en relación con las incrustaciones fronterizas.
Pegué mi dedo índice sobre ella le intenté imprimir un movimiento de vaivén. Si, había un, casi imperceptible movimiento lateral, probé a presionar aumentando la fuerza poco a poco y entonces si un chasquido seco y la tapa se separó de la base, se apreciaba un bastidor de palo rosa perfectamente ajustado al interior y que debía ser parte del mecanismo de cierre.
La miré con detalle, sin conseguir averiguar como funcionaba el mecanismo, entonces con cuidado retiré una pequeña almohadilla de seda y miré dentro.
Allí estaba, una saboneta de oro con su leontina, me quedé parado, nunca nadie me había hablado de ese reloj. No recordaba yo haberlo visto y sin embargo, la leontina si la había visto alguna vez en las fotos de mi abuelo. Se apreciaba en su retrato de bodas, entre el botón y el bolsillo del chaleco. Era obvio que al final de ella colgaba un reloj, el reloj del misterio.
Lo tomé en su tapa aparecían su iniciales A Z (Antonio Zárate) y más abajo un zarcillo parecía dibujar unas letras t f v u. No me decían nada, abrí la tapa pero no había saetas ni esfera. Solo un muelle de reloj enrollado sobre si en una espiral eterna. Más tarde mucho mas tarde supe que A Z eran eso letras la primera y la última. La otras cuatro las iniciales de una frase latina Tempus fugit, velut umbra. El tiempo huye como las sombras, pero para cuando lo aprendí yo ya estaba preso de la espiral del reloj, ya era pasto del tiempo caído entre sus engranajes. Ese había sido mi cebo.
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