El mar había salido a pasear
aquella tarde. Un catálogo de espumas bajo el brazo y un leve candongueo de las
olas para pillar desprevenidos a los incautos. Y poner perdido y como sopas a
cualquiera de los pobres incautos que paseando por el acantilado se dejaban
alcanzar por sus lengüetazos.
Era un mar chiquillo jaranero,
amigo de pillar en trapisondas al inocente turista, que pasmado ante el corto
vaivén de sotavento, y el dulce juego de espumas que en las rocas venía a
morir. Se dejaba pillar como de improviso por una ola mayor cual cañonazo
rompiendo en el batiente a barlovento lanzando un grueso chaparrón de agua
hojas y algas y hasta alguna inmundicia del vecino puerto sobre el forastero
que no advertido quedaba bañado de ese estiércol.
Era costumbre entre los
lugareños, y a reírse del necio forastero que plantado e imprudente en la
orilla se dejaba alcanzar por aquel maléfico regüeldo.
Bueno os contaba yo de ese mar,
que como los antiguos alcaldes pedáneos del concejo se entremetía por todas
las parroquias haciendo aquí y allá
muestra de su poco valer y enmohecido talento.
Pero esa es otra historia que se
prolonga hasta hoy. Es la historia del memo al servicio del pueblo. Ya se sabe
o memos sinvergüenza o sinvergüenza memos.
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