En cambio, llenan otros páginas y
páginas de no sabemos qué insustancial clasicismo, indigno de
corazones poetas y que pudiera decirse inspirado por una momia
egipcia: mas es lo cierto que unos y otros pretenden sin pudor ocupar
los primeros puestos, reservados a los genios inmortales: ¡Irritante
iniquidad, contra la cual es preciso que se proteste con energía!
Hablo de este modo, señora, porque me ha indignado la reciente
lectura de una novela desconocida que lleva por epígrafe: El
caballero de las botas azules. En ella, una gracia bellaca, como
diría Cervantes, unas pretensiones que se pierden en lo infinito,
una audacia inconcebible y un pensamiento, si es que alguno encierra,
que nadie acierta a adivinar, se hermanan lastimosamente con una
falta absoluta de ingenio; he leído la mitad, y no puedo saber
todavía en qué capítulo empieza, puesto que es en todos a la vez.
-¡Singular ocurrencia! Sin duda el
autor habrá juzgado más cómodo no acabar nunca, método que no
dejarán de seguir algunos.
-Leeré esa novela, y con su crítica
divertiré a mis lectores ávidos siempre de cosas nuevas -dijo
Pelasgo.
-No admite crítica -replicó el
orador-. Sólo puede decirse de tal novedad que le falta todo para
serlo. Argumento, pensamiento, moral..., en fin es una simple
monstruosidad, lo peor entre lo peor.
-Sólo por ser tan mala la leeré
-añadió otro-; casi la prefiero a muchas otras que no salen nunca
de su pasito clásico... ¿y Las Tinieblas le echó su andanada?
-Ayer decía de ella entre otras cosas.
«Érase una novela titulada El caballero de las botas azules, éranse
unas botas azules en los pies de un caballero, érase un caballero
que no se sabe lo que era». ¡Oh, qué espíritu burlón debe animar
a quien discurrió todo eso, cuando no vaciló en ridiculizar su
propio ingenio con tan mala caricatura!
-Está bien, ya que lo merece. ¿Y qué
más dice?
-Se ocupa con preferencia del nuevo
libro anunciado por el ciego que llamó hoy la atención de Madrid
con su rostro de mármol, sus salmodias y su Moravo, que antes de
irse al otro mundo les dijo a sus compatriotas no sé qué profecías
sobre el que después de su muerte había de publicar el libro de los
libros, y ponerle el cascabel al gato. Y añaden Las Tinieblas que el
ciego, el Moravo y el duque de la Gloria, son una cosa muy semejante
al laberinto de Creta.
-Y tiene razón, pues si Madrid tuviese
una sola cabeza ya se la hubieran vuelto loca.
-Háblase de semejante libro desde que
ese señor duque apareció en el palenque de las notabilidades del
siglo, como campeón invencible. El buen caballero hace, deshace,
rompe cuando quiere con las costumbres sociales, se burla
descaradamente de ellas, habla a las mujeres como un sultán a sus
concubinas y a los hombres como si tuviese el poder de vencerlos con
su sola palabra.
-¡Mentira! -dijeron algunos a una
voz-; ninguno ha logrado todavía tener con él una pequeña
conversación, no da audiencias a nadie, absolutamente a nadie.
-Es íntimo amigo del de la Albuérniga.
-O su enemigo, pues, según cuentan no
le deja reposar tranquilo, y el apacible señor se halla con esto
fuera de sí... ya es otro hombre.
-En efecto, aseguran que el duque de la
Gloria maneja al rico sibarita como se le antoja.
-A no verlo, no lo creyera; pero ese
duque es un verdadero duende puesto que no hay medio de descubrir el
misterio que le rodea. Grandes diplomáticos y personajes de diversas
naciones, celosos de su popularidad, que amenaza hacerse universal
como su gloria, han ofrecido ya cantidades fabulosas al que haga unas
botas y una corbata como las suyas. Mas ninguno se atreve: todos
confiesan su impotencia para el caso.
-Entre esos personajes se cuenta un
lord inglés y un cercano pariente del emperador de las Rusias.
-Ítem más, un título francés que
dará al contado cincuenta mil francos al que consiga hacerse editor
y saber antes de su publicación lo que contiene el gran libro que va
a publicar el duque; pues no es otro, señores, el que el Moravo
anuncia en su profecía.
-Negocio no despreciable -dijo uno.
-Renuncio al premio y a la gloria de
adquirirlo -repuso con cándida indiferencia cierto editor
descontentadizo.
-Tampoco aspiro a tamaña honra -repuso
otro sonriendo irónicamente.
-Ni yo -añadió un tercero-, temería
que esa fabulosa fortuna, a imitación de las que, según dicen,
proporciona el diablo, desapareciese de entre mis manos al tocarla.
-¿Cuál será entonces el que se digne
recoger la piña de oro que tantos desprecian?